Érase una vez un vasco, un andaluz, una asturiana, un murciano, un catalán, dos madrileños, dos manchegos, dos valencianos… Aunque lo parezca no es el arranque de un viejo chiste infantil. Es la alineación de los finalistas al premio ‘Cocinero Revelación’ que concede el congreso Madrid Fusión desde el año 2003, posiblemente uno de los más prestigiosos que puede ganar un joven que se abre camino, porque el palmarés de los vencedores es apabullante: Dabiz Muñoz, Ricard Camarena, Rodrigo de la Calle, Diego Gallegos o David Yarnoz, por apuntar solo algunos de los que después llegaron a lo más alto.

De todas esas listas de nombres que se han ido sucediendo a lo largo de los años se pueden extraer varias conclusiones. El primer dato a tener en cuenta es que los organizadores del concurso nunca se han visto en dificultades para reclutar a finalistas de alto nivel. El miedo al futuro de la cocina española que surgió el día de 2011 en el que Ferran Adrià anunció que cerraba elBulli y se dio oficialmente por terminada la revolución, era infundado. Es verdad que la hasta entonces poderosa armada cocineril española llevaba un par de años luchando a brazo partido para salir viva de la terrible crisis económica, lo que le restó brillo y concentración creativa durante un largo tiempo, pero pronto se estrenó lo que Joan Roca calificó el «tiempo de la libertad», que debería suceder a toda revolución sana… y salimos de la oscuridad.

En España hay más de 1.500 escuelas de cocina, desde centros con títulos propios, los que imparten FP y los estudios universitarios. Hablamos de decenas de miles de alumnos cada curso. De ahí se nutre básicamente este país –que lo es de hosteleros y hoteleros, aunque a algunos no les guste–, desde las grandes cocinas de colectividades hasta la flor y nata del sector, el exclusivo y reducidísimo grupo de los restaurantes gastronómicos que es el que nos ocupa hoy en este artículo.

Fuera del círculo de confort

La segunda idea arranca de la primera frase de este comino, la del chiste. Como se puede leer, los más prometedores cocineros jóvenes no provienen ya mayoritariamente de las clásicas regiones gastrófilas –País Vasco, Cataluña, etc…– sino de todos los rincones del país y abren sus restaurantes en ciudades grandes, pequeñas y también en pueblos en los que la generación que les precedió no lo hubiera hecho salvo cuestiones de arraigo familiar. De hecho, si se ponen en perspectiva, en relación a sus trayectorias históricas, es posible que algunos de esos territorios gastronómicos clásicos que citábamos, sufran un cierto estado de paralización.

Más allá de estas circunstancias visibles, estos jóvenes talentos comparten otras muchas cosas: formación y experiencia a raudales, valentía para salir de los círculos de confort de las grandes casas en tiempos difíciles y, quizás lo más importante, visiones personales sobre la cocina que quieren plasmar en sus propios proyectos. Muchos de ellos apuestan decididamente por ser cabeza de ratón en vez de cola de león. Abren pequeños bistrots con cuatro mesas y prefieren desarrollar su profesión pegados al cliente y al producto, en distancias cortas con el tiempo y el espacio. Algunos como Luis Callealta, Luiti, prefiere arrancar su Ciclo antes que seguir de director gastronómico de Ángel León. Carlos Pérez de Rozas, elige su bistró barcelonés Berbena antes que seguir en lugares tan míticos como Tokio, con Seiji Yamamoto, o Laguiole, con la familia Bras.

Muchas de estas decisiones difícilmente se hubieran entendido hace quince años en el sector, cuando lo gastronómico se asociaba a las estrellas Michelin y a las casas de altos vuelos, pero ahora ratifican el cambio cultural, el interés por la comida ‘directa’ –más de club de jazz que de gran auditorio– por parte tanto de los aficionados como de los cocineros.

Comprometidos

Estos jóvenes cocineros traen de serie el compromiso con el planeta y el territorio. No necesitan reciclarse al credo de lo sostenible y del producto de cercanía como los mayores de 45 años. Julen Baz, discípulo de Eneko Atxa, conocido en el País Vasco –ya fue premio Jantour– pero no tanto en el resto del país, ha apostado por trasladarse al rural vizcaíno y revisar en Garena la tradición de los viejos baserris.

Javier Sanz y Juan Sahuquillo son mucho más que agua fresca en Albacete con su creativa revisión de platos tradicionales manchegos. Y suma y sigue. Dani Malavía y Roseta Félix, ex Camarena y Dacosta, plantean la cocina más fresca con el Mediterráneo y la huerta valenciana como inspiración. Y cada vez llegan a la élite más mujeres, como la asturiana Lara Roguez, que no solo se atreve con la cocina de autor más radical sin perder el compromiso con la despensa local, sino que lidera el movimiento de mujeres cocineras en el Principado.

La diversidad es el signo de la generación. Junto a ellos está el cosmopolitismo del murciano Juan Guillamón en su casa Alma Mater o la de los hermanos Sergio y Mario Tofé, del madrileño barrio de Legazpi, donde han reconvertido el restaurante francés de sus padres en Éter, un espacio contemporáneo y global, paraíso de hierbas y especias.

Sea quien sea el premiado, la buena noticia es que ellos están aquí y, aún ocultos en sus cocinas, trabajan sin denuedo muchos más.

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